Mis ojos se quedan clavados en esa gran portada azul y oxidada que hace chaflán. Y luego la mirada se me transforma en la de un crío que traspasa esa puerta. Septiembre.
Sé de lo que hablo, te lo aseguro. Yo estuve allí.
Mañanas tibias. Tardes de luz. Cielo diáfano, transparente. Cuadrillas embadurnadas de sudor, de mosto, de cansancio. Aroma de vendimia que embriaga irremediablemente. La senda de los elefantes avanza con parsimonia hasta volcar en la tolva la uva que el sin-fin hambriento devora con avidez. Las prensas giran quejumbrosas, pesadas, liberando el preciado néctar que recorre un laberíntico periplo hacia un lugar donde iniciar su particular metamorfosis en la intimidad. Fruto humilde y generoso que se transforma en elixir sublime que liban los paladares agradecidos.
Él está allí, lo vuelvo a ver. Mi padre. Joven, enérgico, delgado, hecho de fibra y nervio, camisa arremangada. Luchando con pericia contra la masa pegajosa que se resiste a ser engullida por la espiral metálica que da una vuelta tras otra provocando un ruido grave y monótono. Me ve, me sonríe, encuentra unos segundos para abandonar la faena y darme un beso. Huele a mosto dulzón. Como todo allí. Luego vuelve a la tarea dando instrucciones a los bodegueros para facilitar el volcado de los remolques y la deglución de su contenido por las entrañas de la bodega. Mientras, yo a un lado, sin querer estorbar, veo cómo desaparecen por el fondo del foso los racimos, unos dorados y verdes, otros rojizos y obscuros. Él me da un vasito de chato lleno del mosto exprimido para medir el grado de la uva que llega. Está rico.
Y las sombras se alargan, poco a poco, y se extienden por la explanada donde los últimos elefantes vuelven traqueteando a su senda para regresar a casa, vacíos y desfondados, expulsando nubecillas de humo por sus chimeneas. Los focos se encienden, y el lamento de las prensas conquista el silencio de una tarde en la que comienza a refrescar. La batalla, por hoy, concluye; y los guerreros, exhaustos, rematan las últimas labores. Él también. Se pone su chaqueta y me coge de la mano para volver a casa, canturreando casi en susurros una melodía indescifrable, mientras yo lo miro con orgullo. Hay que acostarse pronto, porque mañana seguirá la vendimia. Seguirá siendo Septiembre.
Te lo aseguro, claro que sí. Lo he vivido detrás de esa portada azul oxidada.
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